Málaga, 4 de febrero de 2020
Pedro González Aceituno
Trabajador Social del Programa de Intervención en Salud Mental y Exclusión Social – PISMES, hasta su reciente jubilación
En 1980, cuando entré a trabajar en el manicomio, perdón, en el Hospital Psiquiátrico, me encontré con una realidad que hasta entonces no conocía: cientos de personas hacinadas en salas con camas litera, sin ropa personal, ni taquillas, en unas deficientes instalaciones, encerrados e invisibles a la sociedad. En nombre de la ciencia, de la salud, de la seguridad, se encerraba a unas personas para ponerlas en tratamiento, para protegerlas, o quizás era para proteger a la sociedad de esas personas que no queríamos en la comunidad, que no queríamos como vecinos/as, porque generaban incertidumbre y miedo. El resultado era la exclusión social de un colectivo, lo que entraba en contradicción con los derechos humanos más elementales, algo que no podía soportar una sociedad que salía de una dictadura. La Reforma Psiquiátrica fue un proceso imparable que posibilitó la apertura de las puertas del manicomio, la salida de estas personas a recursos sociales comunitarios, logrando su derribo definitivo tras un proceso de más diez años. Algunos pensaron en utilizarlo para actividades ocupacionales y rehabilitadoras, pero su demolición fue algo lleno de simbolismo, había que destruir físicamente el lugar donde se había producido tanto sufrimiento y exclusión.
Años después pudimos ver que la desaparición física fue positiva, pero quedó manicomio en nuestras mentes, en la de los/as usuarios/as, en la de los familiares, en la de los/as profesionales y en la sociedad. Algo que, hoy día, todavía perdura. El manicomio sigue vivo en nuestras actuaciones y en el ideario colectivo, que lo sigue reivindicando, aunque sea teñido de hermosas palabras protectoras.
Durante los noventa aparece por Málaga, pero es en el cambio de milenio cuando nos encontramos con un fenómeno nuevo que no cesa de crecer, aunque ya teníamos referencia de su existencia en otros lugares. Son las personas en situación de sin hogar –PSH- que sufren un Trastorno Mental Grave –TMG-. Me encontré, como profesional de los servicios sociales y de la salud mental, con unas personas doblemente estigmatizadas, por su situación social, vivir en la calle, y por su salud, sufrir una enfermedad mental.
¿Qué sociedad hemos construido? ¿Hemos cerrado los manicomios, centros de reclusión y exclusión social, para ingresarlos y excluirlos en las calles? ¿Habría que abrir de nuevo instituciones para acoger a quienes viven en la calle y sufren una enfermedad mental?
Muchas voces achacaron la culpa a la Reforma Psiquiátrica; “quienes viven y deambulan por las calles son locos, no tienen un lugar donde recibir tratamiento y vivir”, era frecuente escuchar en reuniones sociales, sanitarias y políticas. La presión no se hizo esperar. Los vientos de libertad y respeto de los derechos humanos de finales de los setenta habían amainado, e incluso, si se me apura, corrían vientos contrarios, eso sí, camuflados en discursos proteccionistas, en los que se proclamaban la ayuda a estas personas, sacándolas de la calle, diseñando maravillosas instituciones donde ser acogidas y cuidadas. Eufemismo de los manicomios tradicionales, se buscaba volver a la exclusión mediante el encierro. “Hay que recogerlos/as de la calle y meterlos/as en una institución adecuada para que sean atendidos/as, no digo que sea un manicomio”, era la respuesta más frecuente que escuché en aquellos años, por parte de profesionales sociales, sanitarios y políticos.
No nos engañemos, las PSH con TMG resultan desagradables cuando nos tropezamos con ellas, sucias y malolientes, dañan nuestra vista y olfato, son un mal ejemplo para nuestros menores, ¿qué explicación le vamos a dar cuando nos pregunten por qué vive esa persona en la calle, cerca del parque donde ellos juegan? Pero nunca se plantearon los/as profesionales preguntarle a estas personas por qué vivían en la calle, cuáles fueron las razones por las que terminaron en situación de calle. Jamás se cuestionó que quizás el sistema sanitario, los servicios sociales y las prestaciones de protección estaban fallando en alguna medida. El sistema es perfecto, luego el fallo estaba en ellos/as.
Creo que las PSH, en general, con o sin TMG, son el síntoma que nos muestra que vivimos en una sociedad gravemente enferma, donde prima la insolidaridad, la competitividad, lo que provoca la exclusión social de las personas más vulnerables. Me niego a aceptar que la solución sea la institucionalización de estas personas, le pongan el nombre que le pongan a la institución, no me vale un nuevo manicomio con barrotes de oro y suelos de mármol. Hay que diseñar alternativas residenciales inclusivas, tratamientos asertivos comunitarios, promocionar actividades de ocio, formativas, de empleo. Trabajar en el camino de la recuperación y en que las personas puedan tener un proyecto de vida.
Hoy partimos con ventaja. Antes eran “locos, locas”, personas sin derechos ciudadanos, encerradas en manicomios, excluidas e invisibles, ahora son personas que aún en situación de exclusión, mantienen sus derechos aunque no tienen acceso a su disfrute, pero son visibles, están en la calle, entre nosotros/as, antes no nos molestaban, ahora molestan.
Han pasado casi veinte años, y las PSH con TMG constituyen un problema que no para de crecer y no se le dan las alternativas adecuadas, ni desde salud mental, ni desde los servicios sociales con la Ley de la Dependencia. Es más, cada día expulsamos a la calle más personas y más jóvenes, que, tras sufrir sus primeros episodios psicóticos, carecen de los apoyos adecuados; familiares, sociales, económicos, de alojamiento…
Las causas para que una persona termine en situación de calle son muchas y variadas, algunas las podemos encontrar en la propia persona, otras en su entorno familiar, en la sociedad, o en los sistemas (sanitario, social, laboral). No hay una única razón, ni una misma razón interfiere por igual es todas las personas. El proceso hacia la exclusión social es multidimensional y largo. Vemos caer la persona, pero no hacemos nada por evitarlo, lo más frecuente es culpabilizarla del proceso de deterioro, el resultado final es la calle o, en el mejor de los casos, su alojamiento en un centro de acogida.
¿Es un centro de acogida el lugar más adecuado para estabilizarse y realizar un tratamiento?, ¿puede alguien construir un proyecto de futuro desde un centro de acogida? Ante esta realidad, la Unidad de Gestión Clínica de Salud Mental del Hospital Regional de Málaga se plantea en 2004 la necesidad de poner en marcha un programa de atención a las personas en situación de sin hogar que sufre un TMG. El objetivo es contactar con estas personas para mejorarles su calidad de vida e iniciar tratamiento, esto nos lleva a tener relaciones con las instituciones que trabajan con las personas en situación de calle, con el objetivo de coordinarnos y establecer planes conjuntos de atención. Pese a que los recursos para atender a las personas en situación de sin hogar han crecido y se han agrupado mediante la creación de la Puerta única, contándose hoy con un Equipo de Calle, la realidad supera a los recursos actuales, que son insuficientes y no adecuados para atender la problemática de estas personas en general, menos para quienes sufren un TMG.
Algunas reflexiones
- Las personas en situación de sin hogar tienen carencias económicas y materiales, pero los problemas más importantes son los no visibles, como la soledad, afectividad, aislamiento, intimidad, falta de autoestima, de familia, amigos, derechos, redes de apoyo social,… provocando que la dignidad, esencial en la construcción de la persona, se dañe hasta destrozar al ser humano, impidiendo que sean vistas y se sientan como personas valiosas. Los recursos solo suelen ofrecer alojamiento, comida, aseo, ropa, apoyo en las gestiones,… lo que es insuficiente para atender a las personas en situación de sin hogar, más cuando llevan años de calle, momento en el que prevalece la indefensión aprendida y no confían en los/as profesionales ni en las instituciones.
- Los centros no se adaptan a las necesidades de las personas; sus normas, la burocracia, la rigidez administrativa,… provocan que las personas sean excluidas de los centros que deben acogerlos para trabajar su inclusión social. Faltan recursos, pero no hay que aumentar las plazas en más de lo mismo, menos construyendo macrocentros, hay que diversificar las instituciones, evitando la masificación, especializarlas en diferentes perfiles, y que sean los centros los que se adapten a las necesidades de las personas y no a la inversa.
- Huir de la creación de experiencias, con subvenciones temporales, en las que no esté garantizada la continuidad. Hay que conseguir un compromiso institucional en los presupuestos para que la atención se mantenga en el tiempo. No es ético atender a unas personas durante un periodo de tiempo para después abandonarla por falta de presupuesto. El daño es irreparable y la desconfianza aumenta, la próxima vez que se le aborde será más difícil.
- El voluntariado, el paternalismo, la caridad, el consejo… hay que sustituirlo por los profesionales, la planificación, los derechos, la calidad,… las personas en situación de calle han de ser las protagonistas, quienes decidan su proceso de inclusión, su proyecto de vida, hasta ahora son vistas como objetos de nuestro trabajo, tienen poco margen para decidir, solo pueden huir de nuestros despachos y no acudir a los centros, las ayudas y prestaciones son “impuestas”, no consensuadas, los ritmos y tiempos se ponen desde la institución, sin contar con sus dificultades y deseos. Son consideradas beneficiarias, de beneficencia, no ciudadanos/as con derechos. Cuando hay fracaso se les culpa y añadimos “no quieren nada de nosotros/as”.
- Los recursos existentes no reúnen la calidad que exigiríamos para nosotros/as. Debemos exigir recursos de calidad, dignificando la atención, protegiendo la intimidad, lo que no se protege solo aplicando la ley de protección de datos, a lo que estamos obligados, sino evitando dormitorios con camas litera y donde duermen varias personas, colas en la calle de los comedores sociales, en el reparto de alimentos, colas indignas, humillantes.
- Hay que profesionalizar la atención y darle al voluntariado su lugar. Si entendemos la atención a las personas en situación de sin hogar como el reparto caritativo de alimentos, no es preciso profesionalizar, pero si vamos a atender a una persona destrozada por los sucesos vitales estresantes que ha sufrido durante su proceso de exclusión social, hacen falta profesionales. La exclusión social se trabaja desde la dignidad de las personas, no desde la caridad, apoyando a la persona a recomponerse, a estructurar su proyecto de vida. Igual que caer en la exclusión social es un proceso largo, trabajar la inclusión es un proceso no exento de dificultades, donde, a veces, surgen momentos duros y se fracasa, pero que no deben ser vistos como la derrota y ni motivo de abandono, ahí debe estar atento/a el/la profesional para retomar la motivación.
- Las órdenes de alejamiento, los ingresos involuntarios, los encarcelamientos, el apoyo tras el excarcelamiento, las incapacitaciones, son elementos que no apoyan la inclusión social, todo lo contrario, facilitan el proceso de exclusión social. En el caso de las PSH con TMG problemas de salud mental, que deben ser atendidos desde lo sanitario y servicios sociales, se han convertido en problemas judiciales, las togas negras están sustituyendo, dando las respuestas que no se dan por las batas blancas.
¿Qué hacer? ¿Dejar que la calle se siga llenando de personas en situación de exclusión social? ¿Son correctas las actuaciones profesionales y políticas que realizamos?
Dicen que en un barrio obrero, mal iluminado, había un hombre agachado en el suelo debajo de una farola, camino de su casa iba un vecino, que al verlo agachado le preguntó qué hacía. “Busco las llaves de casa, que se me han caído”. El vecino, solidario, se agachó y se puso a buscar con él. Tras un rato buscando, el vecino le preguntó, “¿Estás seguro de que se te cayeron aquí?”. A lo que el hombre le respondió. “No, se cayeron en la acera de enfrente, pero allí no hay luz”.
Buscamos soluciones donde ya sabemos que no las hay, reproducimos actuaciones ancestrales, las fáciles, el protocolo y las normas las cumplimos a rajatabla, aunque sabemos de antemano que no solucionan el problema. Los/as profesionales nos dedicamos a replicar las actuaciones sin pensar, sin innovar, sin ajustar nuestro modelo de trabajo en beneficio de las personas, lo importante es cumplir los objetivos administrativos y las leyes, que ¿por qué han de estar por encima de la dignidad de las personas, conculcando los derechos humanos? Mientras que no crucemos la acera y busquemos las llaves allí donde hay posibilidades de encontrarlas, mientras que no perdamos el miedo a afrontar soluciones difíciles, será imposible dar una respuesta digna y de calidad a las personas en situación de sin hogar.